Autonomía y responsabilidad de la Universidad consigo misma y frente al Estado y la sociedad global
Pocos principios han sido defendidos por la comunidad académica y por los teóricos del pensamiento universitario a lo largo del tiempo, como el de la autonomía. Desde su origen, en los siglos XI y XII, las universidades lo defendieron frente a la Corona y frente a la Iglesia; y posteriormente, frente a los gobiernos de turno. Desde 1810, con la fundación de la Universidad de Berlín, se forjó una conceptualización de la misma, que hasta entonces fue más bien una conquista que una convicción de su valor para la producción intelectual libre de ligaduras, como condición esencial para la búsqueda de la verdad que tiene lugar en la universidad, como expresión del derecho humano a la búsqueda de la verdad a través de la investigación.
Ahora bien, por una parte, la producción de conocimiento es una actividad que requiere autonomía en sentido pleno y consiste en la “capacidad de autodeterminación” que tiene la Universidad para asumir desde sí misma las exigencias que esta actividad requiere y aquellas otras que se derivan de su compromiso y responsabilidad frente a la sociedad, quien delega en tal institución la función de formación de su talento humano. Por otra, el Estado, cuya cara externa es el gobierno, tiene el mandato constitucional de intervenir en la prestación del servicio público de la educación superior con el fin de que se preste en la cantidad y calidad requeridas y que se salvaguarde la fe publica depositada en las instituciones por quienes acceden y requieren de ese bien público producido por las instituciones de educación superior, en general.
Aunque sea difícil establecer un equilibrio entre la exigencia de autonomía requerida por la Universidad y la intervención del Estado, no se oponen entre sí. Uno y otro polo de la relación han de saber ir más allá de su particularidad en razón del interés vinculante de una y otra con el bien público al que ambos han de contribuir de forma responsable.
Esta responsabilidad conjunta exige, por una parte, que el Estado reconozca el valor de la Universidad para el desarrollo del país y de su cultura en un mundo globalizado y, por tanto, sepa poner límite a su poder; y por otra que la institución universitaria entienda que la autonomía no se pide, se exige sobre la base de evidencias de un ejercicio claro del contenido de su carta misional. La autonomía es el otro nombre de la libertad, ésta no se pide, se ejerce de modo responsable, otorgando a sus formas de obrar legitimidad moral para exigirla. A este tipo de autonomía se le llama “autonomía interna” del ente universitario y, en la caso colombiano, la Constitución del 91 la reconoce claramente a las Universidades.
En el día a día, esta autonomía interna se ejerce en el derecho de libre pensamiento, de la libertad de cátedra, de aprendizaje y de opinión; es decir, en la libertad académica de profesores y estudiantes para aprender, investigar, tener acceso a las fuentes más variadas del saber, para escoger las mejores metodologías existentes, para el ejercicio en red de su tareas sustantivas y para desplegar el ejercicio de la crítica y emitir un juicio ético sobre la sociedad en que se vive.
Cosa distinta acontece con la denominada “autonomía externa” que hace referencia a la independencia del campus universitario, de los terrenos en que operan las organizaciones universitarias. La sociedad civil, el Estado y los usuarios de los servicios que prestan las universidades y todos los agentes que con su acción contribuyen a que las universidades cumplan con sus funciones propias pueden exigir que éstas sean fieles a su naturaleza y razón de ser y que hagan rendición de cuentas de las condiciones internas de operación; se trata de un imperativo ético que se hace explícito de modo normativo y exigible a través del Sistema Nacional de Aseguramiento de la Calidad de la Educación Superior, cuyo organismo rector es el Ministerio de Educación Nacional.
Cuando por fuerzas externas a la misma Universidad, o en razón de la dinámica de intereses políticos, se vulneran las operaciones ordinarias de la institución; o cuando en su campus ocurren situaciones que vulneran el interés general y la seguridad de la misma comunidad académica, el campus no es territorio inaccesible a la autoridad. Prima el interés general y el bien público sobre el particular.
La sociedad civil tanto como los grupos de interés de la institución reclaman la imposición del orden interno que permita que la “autonomía interna” se despliegue con toda su fuerza. Ningún interés de carácter político partidista debe primar en la Universidad; ésta no puede convertirse en el harén de los partidos, cuyos intereses pueden agenciarse algunas veces a través de grupos de diversa índole, propiciando la vulneración de su naturaleza y fines primordiales.