El financiamiento de la Universidad Pública. Problema de ayer, hoy y mañana
1. La realidad del problema
Desde sus orígenes el financiamiento del Sistema Universitario Estatal ha dependido del presupuesto del sector público. La asignación de los recursos estatales ha sido el eje definitorio de las relaciones entre el Estado y la educación superior y a pesar de los efectos positivos y simultáneos que la inversión en educación trae consigo en materia de equidad social, de mejoramiento del sistema productivo en el mediano y largo plazo y en el mejoramiento de la productividad del país en el contexto de una economía global, aquél siempre ha sido insatisfactorio. A pesar de los esfuerzos de los gobiernos por incrementar los recursos, éstos han sido insuficientes, lo son en la actualidad y lo seguirán siendo, a juzgar por las medidas asumidas en estos días por el gobierno nacional ante la presión de rectores y estudiantes para lograr un mejor posicionamiento en el presupuesto nacional.
Se advierte que la situación no es de ahora. En efecto, hasta la segunda mitad del siglo anterior y muy especialmente a partir de los años 70/80 Colombia, como todos los países del mundo, vio aumentar su matrícula de modo significativo en razón del surgimiento de las clases medias, del ingreso de la mujer a la universidad, del desarrollo de las ciudades intermedias y del éxodo del campo a la ciudad. Estos fenómenos hicieron que la demanda por educación superior se aumentara y de esta manera se crearon las condiciones para el aumento del número de instituciones, de programas académicos, y de profesores sin la formación académica requerida. Los gobiernos de la época tuvieron limitaciones para la atención de esta demanda. La iniciativa privada acudió en su ayuda, en muchos casos, con la creación de instituciones de escaso valor académico y bien pronto, desde la década del ochenta, el efecto sobre la calidad comenzó a manifestarse de modo relevante comprometiendo el reconocimiento social a la acción de las instituciones de educación superior, mayoritariamente privadas. Paulatinamente, se fue constituyendo un conglomerado de instituciones con una oferta educativa heterogénea y sin una normatividad exigente en materia de mejoramiento de calidad, de eficiencia y pertinencia. Esto explica que estos temas mencionados aparezcan en todos los Planes de Desarrollo de la época y que hoy sean problemas crónicos ya reconocidos, del Sistema de la Educación Superior.
Pero hasta entonces, no había una política clara de financiamiento de las universidades estatales y la asignación de los recursos ocurría de manera inercial. Aún en la Reforma Administrativa de 1968 no se dieron lineamientos de política en esta materia, más bien a partir de ésta las universidades pasaron a ser denominadas como “establecimientos públicos”, lo cual tuvo amplia repercusión en materia de la autonomía universitaria. Fue el Decreto 80 de 1980, Art. 54, el primero que formuló unas líneas de acción en materia de financiamiento de la universidades señalando que ninguna universidad podría ser creada sin tener asegurada sus fuentes de financiamiento ya se tratara de universidades del nivel nacional, departamental o municipal. Pero en él no se definió de dónde provendrían los recursos, su monto, la manera de distribuirlos y el mecanismo a seguir para su asignación. También se indicó en el mismo Decreto que un monto equivalente al 2% de los ingresos corrientes deberían destinarse a las actividades de investigación y que en ningún caso sería posible que más del 75% del presupuesto de funcionamiento se dedicaría al pago de servicios personales. A esta norma le sucedieron otras tales como el Decreto 82 de 1980 que creó el régimen orgánico de la Universidad Nacional; el Decreto 2798 del mismo año que reglamentó los derechos pecuniarios; el Decreto 228 de 1992 que hizo referencia a los aspectos financieros de las universidades oficiales y sobre todo la Reforma Constitucional de 1991 (Art. 350) que reconoció la autonomía financiera de las universidades y declaró que el gasto público en educación forma parte del gasto público social (Art. 366).
En desarrollo del mandato constitucional, la Ley 30 de 1992 pretendió hacer una reestructuración del Sistema de Educación Superior que, más que sistema, hasta entonces estaba compuesto de un conglomerado de instituciones con una oferta educativa indiferenciada, muy débil y en un marco normativo confuso y en ocasiones contradictorio en su contenido.
En los Artículos 86 y 87 de la Ley 30 por una parte, se determinó la manera como se constituyen los ingresos y el patrimonio de las universidades estatales a saber: a- aportes del presupuesto nacional para funcionamiento e inversión; b- los aportes de los entes territoriales y c- por los recursos y rentas propios de cada institución. Adicionalmente, se precisa que las universidades oficiales recibirán en adelante aportes del presupuesto nacional y de las entidades territoriales, que signifiquen siempre un incremento en pesos constantes, tomando como base los presupuestos de rentas y gastos, vigentes a partir de 1993. La Ley también señaló que a partir del sexto año de la vigencia de dicha ley, el gobierno nacional incrementaría sus aportes para las universidades estatales, en un porcentaje no inferior al 30% del incremento real del PIB. Incremento que se efectuaría en conformidad con los objetivos previstos por el Sistema Universitario Estatal (SUE) y en razón del mejoramiento de la calidad del servicio ofrecido por las instituciones que lo integran. La distribución sería hecha por parte del Consejo Nacional de Educación Superior (CESU), previa reglamentación del gobierno nacional. Todas estas medidas fueron bien recibidas por todos los actores y su bondad fue aplaudida en razón de ponerle remedio a la carencia de una fórmula para la asignación de los recursos y porque evitaba la conversión de los rectores en asiduos lobistas del Ministerio de Hacienda para obtener mayores recursos. Se pensó, así mismo, que con estas medidas los presupuestos tendrían siempre que reflejar un aumento en pesos constantes, terminando con la incertidumbre financiera a la que estaban sometidas las universidades oficiales.
No obstante, los gobiernos han venido interpretando los términos de esta ley en el sentido de que el presupuesto debe incrementarse en pesos constantes, por lo tanto el aumento se actualiza con base en el Indice de Precios al Consumidor (IPC) y por ello, desde entonces, el sistema ha funcionado en la práctica con un incremento real, pero en términos constantes; lo que significa un incremento prácticamente nulo. Luego, la política de los gobiernos sobre la base de esta interpretación no ha posibilitado que las universidades atiendan nuevos frentes, tales como aumento de cobertura, mejoramiento de acceso, incremento de la formación de alto nivel de los profesores, desarrollo de infraestructura y tecnologías con implicaciones negativas en materia de calidad y eficiencia. El sistema de hecho se ha expandido con los mismos recursos de 1990. Esta parece ser la fuente del déficit financiero actual de las universidades. Las cifras lo muestran cuando se advierte por ejemplo cómo el tamaño de la matrícula pasó de 926.184 en el año 2000, a 1.587.760 en el 2010; y a 2.234.285 en el 2016, sin que el número de instituciones haya crecido de modo relevante (en 1996 había 246 instituciones y en 2016 se tienen 292); ochenta de las cuales pertenecen al sector público, treinta y dos de las cuales son universidades. La tasa de cobertura llegó en el 2018 a 51.52%, habiendo sido de 37.05% en 2010. Por su parte ,los grupos de investigación han aumentado sensiblemente, el número de docentes ha aumentado pasando de 68.352, en 2003 a 149.740 en 2016; y su formación doctoral requiere cada vez mayores recursos; adicionalmente, ha de tenerse en cuenta que la infraestructura física, de laboratorios y acceso a información se deteriora de modo constante.
A la anterior situación debe agregarse el hecho de que la normatividad existente aún antes del 90, y de obligatorio cumplimiento ha traído otras consecuencias que pesan sobre el financiamiento de las universidades a saber. El Decreto 1444 que reconoció los méritos académicos de los docentes pero que implicó un incremento sostenido en los gastos de funcionamiento asociados a nómina; y otras sentencias de la Corte que llevaron a dar a los docentes de cátedra y ocasionales y supernumerarios y administrativos un tratamiento igual que a los docentes de planta (C- 006 de 1996; C- 401 de 1998); así como otras normas que ordenaron el incremento de los aportes al Sistema General de Seguridad Social en salud y pensiones par parte del empleador.
La conclusión es evidente: las universidades han hecho más con menos desde 1992 hasta la fecha. Luego el problema de fondo es garantizar la sostenibilidad del sistema universitario estatal a largo plazo. Ya en 2012 se estimó que sería necesario 11 billones; de los cuales 665 millones irían a pago de personal, 2 billones para la formación de docentes y 7.2 billones para infraestructura (SUE, 2012); Luego el problema principal no se arregla con adicionales. Por el contrario, el interés de las universidades es ampliar la base presupuestal. En los últimos años ha habido adicionales; por ejemplo, en el 2010 se lograron algunos recursos adicionales, atados a la ampliación de cobertura y en el Proyecto de reforma integral frustrado de 2012 se propuso la ampliación en un 3% adicional a la inflación y, aunque se malogró el proyecto de reforma, se logró un incremento equivalente a 66.000 millones; y otro más en el 2012 por el 10% sobre el IPC que equivalió a 240.000 millones, aunque sólo se aseguraron 100.000 millones para el presupuesto de 2013.
El gobierno también propuso un apoyo especial a la universidad pública proveniente del Impuesto de Renta para la Equidad (CREE) equivalente al 1% entre 2013/2015, equivalente a 1.5 billones y la aprobación por parte del Congreso de la estampilla Pro Universidad Nacional y demás universidades estatales lo que podría significar un monto de $1.25 billones en los primeros cinco años. La Universidad Nacional recibiría el 70% de este recaudo). Y todos estos adicionales sin contar con el Programa “Ser pilo paga” aunque su impacto positivo benefició a algunas universidades privadas de excelencia.
Sin embargo, a la fecha el problema subsiste y de nuevo las universidades oficiales y el movimiento estudiantil se encuentran en la calle mostrando el desfinanciamiento del sector, sus limitaciones presupuestales para la vigencia de 2018 y la ausencia de futuro en materia de política de Estado referente al financiamiento de la educación superior de carácter oficial o estatal.
2. ¿Qué hacer?
Así las cosas, deberá concluirse que el problema del financiamiento de la universidad pública es ya un problema crónico que los gobiernos no aciertan a resolver; que no existe una política de Estado en la materia y que la normatividad establecida ha buscado resolver problemas de coyuntura sin afrontar el tema de fondo. En consecuencia es posible identificar algunas líneas de acción perentorias para asegurar un futuro menos incierto para las universidades oficiales:
Es necesario establecer un nuevo modelo de financiamiento (reforma de la Ley 30 de 1992, Art. 86 y 87) que garantice la sostenibilidad del sistema a largo plazo, que tenga en cuenta los costos crecientes y las metas del Plan de Desarrollo y los nuevos paradigmas de la educación superior (SUE; 2013).
Bien se haría si la normatividad en materia de Ciencia, Tecnología e Innovación fortaleciera aquella referida al sistema de educación superior, buscando complementariedades y sinergias con implicaciones positivas en materia de financiamiento.
Es urgente incrementar el compromiso en el financiamiento de la investigación relevante científica y socialmente que genere alianzas con alta incidencia en el incremento de la productividad del país. Gobierno, Universidad y Sector productivo es el triángulo que falta por potenciar con agallas y el mejor conocimiento disponible.
Todo lo anterior, para que fructifique, requiere de una reforma estructural del sistema de la Educación Superior (Ley 30 de 1992) tal y como se hizo en el escenario de los 90 pero aceptando los nuevos retos impuestos por las nuevas formas de producción del conocimiento, por la conversión de éste en fuerza productiva, generadora de riqueza, y por nuevas demandas sociales que tienen las universidades y que las obliga a reinventarse para no perder legitimidad ante la sociedad, ni hacer inocua la inversión de los gobiernos en su funcionamiento y consolidación.
Las universidades deberán entender que la sociedad espera que cambien, que se hagan pertinentes y relevantes desde los nuevos saberes, comprometidas con el desarrollo del país y con la formación ético política de la juventud que forman, o, las cambian.